La pandemia COVID-19 no solo está teniendo efectos devastadores sobre la salud física, sino que también está afectando considerablemente la salud mental de la población general, de los profesionales sanitarios y de los demás servicios comunitarios que se enfrentan a diario a la enfermedad, en una lucha contrarreloj para salvar vidas.
Inicialmente el principal problema está siendo la dificultad para adaptar los recursos a las exigencias de la infección: multiplicando las camas de hospitales y de UCIs, los equipos de protección -EPIs-, priorizando el cuidado de las personas infectadas por encima de cualquier otro problema de salud…
Para evitar el más que probable colapso del sistema sanitario, se han instaurado medidas de confinamiento, de “distanciamiento físico” para limitar la rápida propagación del virus. Estas medidas se han denominado erróneamente y de forma generalizada “aislamiento social”, un concepto que en psiquiatría consideramos un síntoma de enfermedad mental. Y es que, en realidad, lo que menos necesitamos, especialmente las personas mayores, es que la soledad y la falta de comunicación acaben por empeorar las cosas. El “aislamiento social” puede incrementar la incidencia de una pandemia oculta que ya estábamos sufriendo intensamente y de la que no se habla demasiado, pero que es tan invisible y letal como la que está produciendo el coronavirus, me refiero a la depresión. Según la OMS, la depresión es ya actualmente la principal causa de discapacidad por enfermedad en el mundo y, la pandemia COVID-19 y sus consecuencias sociales y económicas, a nadie se le escapa que puede incrementarla exponencialmente.
En los hospitales estamos siendo testigos diariamente de los efectos agudos en la salud mental del estrés intenso que está causando este virus, que se ha extendido con una rapidez inimaginable y que está segando tantas vidas, especialmente entre las personas mayores, en una situación de aislamiento que produce escalofríos. Las primeras víctimas de este estrés son las propias personas afectadas por el virus, que viven aisladas con angustia y temor, una enfermedad en muchos casos muy grave. Pero también son víctimas sus familias, que ni en sus peores pesadillas habrían imaginado estar aislados de sus seres más queridos en uno de los peores momentos de sus vidas y, más aún, si acaba teniendo un desenlace fatal. En estos casos las complicaciones del duelo pueden llegar a ser catastróficas para las personas afectadas.
Y, por último, pero no menos relevante, en los hospitales y servicios de urgencias estamos viviendo en directo los efectos del estrés de la COVID-19 entre los propios profesionales de la salud, aquellos que tienen la responsabilidad de cuidar a los enfermos en condiciones muy difíciles. Los sanitarios están integrados en equipos poco menos que improvisados, junto a los que desarrollan tareas muchas veces alejadas de su trabajo habitual, con el objetivo prioritario de salvar vidas y, desgraciadamente en algunos casos, de reducir el sufrimiento en el final de la vida.
Es ahora, en esta primera fase de la pandemia, en la que tenemos que actuar con rapidez, eficacia e inteligencia si queremos prevenir las consecuencias ciertas de la COVID-19 en la salud mental de todos en diversos niveles. Pero lo prioritario es cuidar a los enfermos y a sus familias sí, pero potenciando la cercanía emocional, la comunicación empática y el contacto social, preservando el imprescindible distanciamiento físico. Como recordaba la Dra. Danuta Wasserman, del Instituto Karolinska, en una reciente carta de réplica a una editorial sobre COVID-19 de la prestigiosa revista Science: “utilicemos un lenguaje inclusivo, caminemos juntos, a dos metros de distancia, pero emocionalmente tan cerca como sea posible, #weareoneworld”.